María vivía en Villalba, Madrid. Era profesora de Secundaria jubilada. Esa mañana de abril había ido a Mercadona a hacer la compra. Al salir descargó el carrito en el maletero y fue a ponerlo con los otros. A la vuelta encontró a Gone, de pie junto al coche. Iba vestido con su traje gris y su camisa blanca. Era un hombre de belleza fría. De aspecto enjuto y anguloso. Con el pelo gris esculpido pulcramente con máquina. Su aspecto y sus ojos le eran familiares. María había sobrevivido a dos cánceres. Ahora los análisis le daban regularmente bien. Los ojos acerados de él, en aquellas ocasiones le helaron la sangre, su media sonrisa sardónica y paciente le inquietó. Sin embargo, entonces, algo le decía que no era un asunto definitivo. Ahora no. Las cejas y el rictus de la boca le hicieron ver que se trataba de algo inminente e irreversible. La ida. María no perdió el tiempo. Llamó a Ana, su médico y amiga. Quedó para después de comer. Mientras tanto preparó las cosas necesarias para ese...
Fragmento de capítulo (...) En la fila de sillas solo quedaban no vacías las ocupadas por Mark Boilling y Daniel Zamora Roig. La gente se lanzó progresivamente a bailar. Primero fueron los sones típicos, sólo para la coreografía del mariachi que había amenizado la velada. Pero el jarabe tapatío, las polcas, redovas y chotis fueron poco a poco sustituidos por bailables más al alcance de todos, hasta de los más renuentes e indecisos. Sonaban pues canciones propias de los años noventa fáciles de bailar por todos. Las de Los Locos del Ritmo o las de Los Hermanos Carrión se alternaban con aires que se oían en ambos lados del charco, en las voces de Alberto Vázquez, de Armando Manzanero o de José Alfredo Jiménez, pero allí interpretadas por el solista de la banda, no sin una dosis adecuada de acierto y de sentimiento. ... Puede continuar su lectura en el libro Brisa de Miguel Zapata Ros